En esta ocasión queremos compartir con vosotros un pequeño cuento que ha escrito nuestro querido amigo Antonio Caballero Carmona, que lleva por título «Merillo» y que gustosamente se presta a Publicar en nuestro blog.
Merillo
Merillo es aféresis y al mismo tiempo diminutivo de Baldomero. Baldomero, padre, era de profesión pastor, pastor de cabras. Era natural y vecino de un pueblo de la Alpujarra Granadina, cuyo nombre no viene al caso mencionar, donde vivían Juana, su mujer, y su único hijo que era Merillo. Baldomero era de baja estatura y algo regordete, muy parecido a lo que se entiende por un retaco. Su cara era rebolonda, colorada y mal afeitada; sus ojos eran saltones imitando a los del sapo verde. Su cabeza, siempre rapada, la cubría con una boina bien encasquetada, y calzaba albarcas cuyas suelas eran de rueda de isocarro; llevaba leguis o polainas de piel de becerro sin cutir, muy bajos sólo para cubrir la caña del pie, con corridillas sueltas o colgando por falta de hebillas. En fin, con el porte descrito, Baldomero era el clásico pastor alpujarreño.
Juana, era de apellido de la Cuadra, Juana de la Cuadra, por lo que en el todo el pueblo era conocida por Juan la de la Cuadra. Juana era ligera, menudita y de baja estatura y también era algo bisoja o bizca, por lo que obviamente padecía de cierto estrabismo, y por este motivo su visión tenía mucho parecido con la visión de “Pepe leches”. Esta era la razón por la que anduviera siempre como pollo sin cabeza, tropezando aquí, allí, allá y acullá. Pero a grandes males grandes remedios: pues la menguada visión la compensaba o suplían la largueza de sus pies, que los tenía como dos bacaladas disecadas y de baja calidad. Así que en las dos únicas tiendas de calzado que había en pueblo alpujarreño, no había alpargatas a su medida, por lo que las huellas de sus pisadas en las calles terrosas y polvorientas del pueblo, dejaban zagueros los 35 centímetros de longitud. Además que la Juana también era algo patizamba, o sea, que tenía las piernas un poco torcidas hacia fuera y las rodillas un poco juntas. Pero pese a que Baldomero era hombre de poco seso, muy parecido al tarugo, sin embargo, era un manitas en el oficio de la artesanía del esparto, y le hizo a la Juana unas esparteñas o agovías, que es una especie de alpargata hecha con soga de esparto, en las que la Juana alojaría sus largos pies como la mismísima seda, dándole la sensación de que los hospedaría entre mullidos algodones, sin el más mínimo pliegue, doblez o rugosidad, ni al calzárselos ni al descálzaselos, ni tampoco al caminar por las abruptas pendientes y estrechas veredas por las que tenía que hollar al ayudar a su esposo en la conducción de sus cabras, que por ciertos éstas pastaban la mayor de las veces en el monte público, propiedad de la Junta, por lo que un día sí y otro también, los guardas forestales, denunciaban a Baldomero con frecuencia e incluso lo amenazaban, si persistía en aquella actitud, con embargarles las cabras si se negaba a pagar las multas que, al efecto, le ponían, pero Baldomero le hacía el mismo caso a lo de las multas y a las amenazas como el caso que un perro le hace a un calderote de agua vacío. También decía que estaban aviaos´ los esgraciao´ éstos con las murtas´ y las murta´, como se el monte juera´ dellos´, y que sus cabras tenían que comel´ to´ loscías, juera´ onde juera´, porque el monte es del que se come lo que hay en er´ monte. Y seguía tozudamente sin hacer maldito caso ni a las multas ni a las amenazas, porque no pensaba pagal´ dinguna´ murta´ por más que los esgraciaos´ estos dicieran´ -decía él.
Hemos estado a punto de dejarnos atrás el bigote de la Juana. El bigote de la Juana era negro y macizo, pero suerte a que ya sabemos que Baldomero era un manitas, con frecuencia se lo cepillaba con una hoja de la marca “sevillana”. El bigote de la Juana le daba mucha prestancia y distinción a su cara alargada, su estrabismo en sus pequeños ojos y su pelo negro y lacio. Pero como la Juana también era mañosa se compuso un rodete con una cajonera bien seca de yegua, (las cajoneras son los excrementos de los asnos, de las acémilas y las caballerizas), envolvió la cajonera con un mechón de su propio pelo negro y compuesto el rodete lo adaptó lo mejor que pudo y supo a su nuca, y si no quedó como la Chiquita Piconera de Romero de Torres, sí que quedó como para ponerle la cruz y facturarla con destino a las fallas de Valencia, para estar allí la noche anterior al comienzo de la cremá.
Su “Merillo” era harina de otro costal, no en vano decía su padre, que su “Merillo” había sío´ en la mili, en Barbastro (Huesca) donde por suerte le tocó ir, había sío´ un cénomeno´ porque había sío el número uno (el número uno en el pelotón de los torpes, queremos decir, para entendernos), y que por este motivo, al mes y medio de estal´ en er´ campamento, lo lisenciaron´. Lo licenciaron -decían los padres de otros quintos suyos, que habían estado juntos en el mismo campamento-, porque “Merillo” había sido un ceporro en el campamento de Instrucción, porque cuando el cabo instructor mandaba “media vuelta a la derecha, Merillo daba la media vuelta a la izquierda, y al revés: cuando mandaba media vuelta al izquierda, “Merillo” daba la media vuelta a la derecha. Y que tampoco daba la media vuelta con los movimientos precisos y adecuados. Daba la media vuelta dando un zapatazo como hacen los conejos al meterse en la madriguera. Un cazador le decía a otro cazador amigo: que una mañana al apuntar el sol se asomó con tiento y cautela, a la cañada que hay cerca del El “Colorao” y que vio un hermoso conejo sentado en la puerta de su madriguera, con las orejas inhiestas y la cabeza levantada mirando avizor hacia el río, y como estaba lejos para el tiro, se agachó y con el mayor sigilo que pudo se fue a la otra cañadilla, y que al asomarse estaba el conejo en la misma posición, que cuando se asomó a la cañada anterior, y cuando despacio y con tiento se echo la escopeta a la cara, el conejo oiría o vería algo y al momento dio un zapatazo y se metió en su madriguera. Los conejos tienen la costumbre de dar una palmada con una de las patas traseras, al meterse en la madriguera, como en un gesto de burlarse del cazador o de hacerle un “corte de mangas”. Pues “Merillo” para dar la media vuelta también daba un zapatazo y daba la media vuelta al revés de cómo le había indicado el cabo instructor. Por eso aburridos los distintos instructores que intentaban enseñarle la instrucción, se lo comunicaron al sargento, éste se lo comunicó al teniente, el teniente al capitán y al final el comandante del regimiento lo mandó para su casa porque a un tarugo o adoquín como era “Merillo” no lo podían meter en razón para que aprendiera la instrucción. Por eso su padre decía, muy orgulloso, que su “Merillo” en la mili fue el número uno. El número uno en el pelotón de los torpes (ya lo hemos reseñado anteriormente). Sin embargo para el rancho fue el número dos. Fue el número dos porque siempre se acercaba a las calderas, que las ponían al aire libre, con un plato de aluminio abollado en cada mano para recoger la ración de potaje de alubias, la suya y la de su compañero. Pero “Merillo” no tenía ningún compañero, porque “Merillo” no se juntaba con nadie y porque nadie se juntaba con “Merillo”. Así que los dos platos de potaje de alubias, se los metía “Merillo” entre pecho y espaldas. Se los comía sin probar el pan, pues el chusco que les daban se lo guardaba íntegro para luego por la tarde, rebanarlo por la mitad y meterle dos pesetas de atún, que compraba en la cantina y también se lo zampaba, y ya hasta la cena, que, por lo general, las cenas las daban algo ligeras.
Una tarde-noche después de haber encerrado las cabras en la corraliza, Baldomero le dijo a su Juana y a “Merillo” lo que había pensado y que fue como sigue:
Buscaría anguno´ que supiera bien escribí y le pediría el favol´ de que le escribiera una calta´ a su primo Refael´ pá que mus busque angún´ trabajo en Barcelona, y vendemus´ las cabras y mus famus´ porque tos´ los que se van allí aluego´ güerven´ con unos cochazos de puta madre.
– Sí, papa, sí, yo trabajo en cualo´ sea mejol´ que guardal´ las cabras por estos andarriales´.
– Andarriales´ no se dice, se dice undirriales´ –le corrigió su padre.
– Y pá eso tendriamus´ que gastar tos´los dineros que mus den por cabras –dijo la Juana.
No, de las cabras ni un centavo –dijo Baldomero muy en serio.
– Pues antonces´ ¿cómo vamus a pagal´ la casa que mus busque tu primo Refael´ en Barcelona?
– Pedimus un emprésteme –dijo Baldomero.
– ¿Y quién mus fa a emprestamal? –preguntó la Juana, muy sensata ella.
– Pues los fancos´, que pá eso están –dijo Baldomero muy en entendido él en las operaciones Bancarias.
Diez días después de haberle escrito al primo Rafael, éste les contestó diciéndoles que se podían ir cuando lo creyeran oportuno, porque allí había trabajo para todos sobre todo en la construcción, y que por lo de la vivienda no tenían que preocuparse, porque mientras encontraran piso módico y con buenas proporciones, podían estar en su casa el tiempo que preciso fuera, y que una vez allí, ya se buscaría trabajo incluso para los tres. También les mandó el número de su teléfono para que le llamaran el día y la hora que salían del pueblo para él esperarlos en la estación del tren, porque el viaje, yo os aconsejo que lo debéis hacer en tren, porque el tren es más cómodo y mejor para el mareo, sobre todo para la Juana. Cuando les leyeron lo que decía la carta del primo Rafael, Baldomero, la Juana y “Merillo”, quedaron muy satisfechos y muy bien enterados de lo que el primo les decía en su carta.
Por lo que Baldomero, desde aquel mismo día, comenzó a hacer gestiones para vender las cabras a buen precio, ¡faltaría más..!
A tres días no más de comenzar las gestiones para la venta de las cabras, Baldomero se las vendió a otro pastor del pueblo y le dieron muy buenos dineros, que la Juan los guardó bien en su faltriquera, y se la ató bien a su refajo. El refajo era una falda corta y de vuelo, de buen paño que usaban las mujeres encima de la camisa.
Tres días después de la venta de las cabras, Baldomero preparó bien una maleta de cartón un poco desportillada, que al no tener cerradura, Baldomero le dio varias vueltas de ramal que tenía para atar, en los veranos, las gavillas de los yeros que sembraba en sus pegujalillos para echarle a las cabras los días que no podían salir al campo, por estar lloviendo o por haber caído una buena nevada.
La maleta preparada por Baldomero quedó como un pincel, abombada y semiabierta, con la ropa de los tres, pero bien atada con los ramales dándoles varias vueltas de ramal por todo su contorno. Las esparteñas de la Juana no las echaron y para el viaje, la Juana se puso unas alpargatas negras, con suela de goma, de aquellas que les llamaban “suelas de siete vidas” que por fin un paisano se las pudo adquirir en la capital. Y la Juana iba descalzada de las esparteñas que le hubo hecho Baldomero. Iba con las alpargatas de “suelas de siete vidas”, que bailaba como una bailarina gimnástica de ligera que se sentía y de a gusto que se encontraba.
“Merillo”, como más joven y fuertote, cargó con la abombada maleta, echándole unas hombreras con una gruesa soga de esparto majado, llevándola a cuestas a modo de bolsa de colegial. Baldomero y la Juana llevaban sendas bolsas de lona atadas con cintas negras, donde llevaban en una, las viandas para el viaje, a base de grueso y blanco tocino y otros productos del cerdo. Y en la otra, iba ocupada con el jabón casero y el estropajo, para el aseo de las manos y del cuerpo, tanto durante el viaje como para cuando llegaran a Barcelona.
Al subir al tren, en el vagón conocido por el “correo catalán”, el revisor se dirigió a Baldomero, como jefe de la familia y le pidió los billetes y Baldomero le dijo que ellos no llevaban billetes, se lo dijo como la cosa más normal.
El revisor le dijo que si no llevaban los billetes se tenían que bajar del tren.
– ¿Pero como mus famus a bajal, si musotros vamus a Barcelona?
– Para ir a Barcelona tienen que sacar los billetes y si no tienen billetes se tienen que bajar –volvió a decirle el revisor, ya un poco mosca, con el memo del alpujarreño.
– ¿Y a onde se sacan los filletes? –preguntó Baldomero, mas despistado que un sordo en un baile.
– Los billetes se sacan en la taquilla –le dijo el revisor a punto de estallar en un gemido de rabia.
– Y ¿a onde está la taquilla? –volvió a preguntar Baldomero.
– El revisor estuvo a punto de decirle a Baldomero que la taquilla “estaba oyendo misa”, tal era el enfado que había cogido con el adoquín del alpujarreño. Pero en lugar de decirle eso, que estuvo a punto de decirle, se contuvo y cogiendo de un brazo a Baldomero, intentó conducirlo hacia donde estaba la taquilla. Y cuando bajaban del vagón, el revisor le preguntó:
– ¿Pero lleva usted dinero?, porque visto lo visto, el revisor llegó a sospechar que aquel tarugo podría haber salido del su pueblo con destino a Barcelona, sin un céntimo en los bolsillos.
– Baldomero le contestó:
– Sí llevo dinero, pero no le digo cuanto llevo.
– Ni falta que me hace, buen amigo –le contestó el revisor con cierta pulla o indirecta.
– Pero “güeno, yo voy a lo mío”. Esta fue la expresión que había aprendido en su pueblo, ésta era su frase favorita y la soltaba con frecuencia viniera a pelo o no viniera a pelo.
Baldomero se había quedado con 500 pesetas del dinero que le dieron por la venta de las cabras, para los gastos del viaje y para lo demás que se presentara hasta llegar a Barcelona.
El viaje transcurrió con un pequeño contratiempo, porque la Juana, acostumbrada a viajar siempre, a lomos de la burra cana que tuvieron, ésta fue la primera vez a sus más de 50 años, que viajó en un artefacto rodado, por lo que a poco tiempo de echar a andar el tren, le dio como un mareo, viendo como todo, a sus alrededor, daba vueltas y al momento se le llenó la boca de abundante agua agria, y se le descompuso un poco el vientre y tuvo imperiosa necesidad de que Baldomero y ”Merillo” la condujeran al váter, donde evacuó por arriba y por abajo, el café de cebada con sopas que hubo ingerido aquella mañana, no más levantarse, pero todo quedó en nada, tan pronto como desatoró tanto el estómago como el tránsito intestinal.
Después, Baldomero, echó mano a la talega de lona negra y sacó como un cuarto de panceta de cerdo, sacó su cachicuerna del bolsillo de su chaqueta de pana desteñida y parda, y rebanó un buen tajo, en tanto les decía a la Juana y a “Merillo”, nosotros a lo muestro”, su frase favorita. La Juan dice:
– Yo tengo el estógamo´ angustoso y no voy a comel´ ná´; “Merillo”, por el contrario le dice al padre:
– A mí me das un cacho de la punta de arriba que está más delgá´ y asine´ es como a mí me gusta más. Baldomero lo hizo como “Merillo” le había pedido y además el trozo que segó para “Merillo” le raspó la sal adherida con el revés de la hoja de su cachicuerna, y para él rebanó un buen tajo de la parte más gorda y blanca de la panceta, y con medio pan cortijero, Baldomero y “Merillo” en un santiamén o periquete lo fenecieron. Mientras la Juana con las manos sobre el regazo y la cara alargada del color del culo del pepino y los ojos amarillentos, miraba a ambos con gesto de querer tomar algo, pero al mismo tiempo, como que le daba repugnancia la idea de tener que hincarle el diente a un trozo de aquella panceta.
Baldomero y “Merillo”, al terminar de embucharse el tocino y el pan, se limpiaron las boqueras con el dorsos de las manos, Baldomero cerró su cachicuerna, la alojó en uno de sus bolsillos de su chaqueta de pana, vieja y parda, y ya sin más incidentes ni trance alguno, llegaron a Barcelona, como a las once de la noche de un día de mediados del mes de marzo.
Por aquellas fechas, los trenes que llegaban del Sur, entraban a la estación conocida por la Estación de Francia, pero antes de llegar a la estación el tren pasaba por un largo túnel que había bajo el barrio de Gracia, y al final del largo túnel su primo Rafael los estaría esperando. Pero al entrar el tren en dicho túnel, que por cierto estaba siempre muy bien iluminado y bonito, alguien dijo, muy cerca de Baldomero: “Ya estamos en Barcelona”. Baldomero al oír lo que aquella persona había dicho, cogió ambas bolsas de lona, y ordenó a “Merillo” que echara rápido mano a la maleta y en el primer apeadero, el tren, por un momento paró, rápido los tres se bajaron del tren.
Un empleado de RENFE les dijo que aquella no era la parada, que sólo era un simple apeadero, pero Baldomero le dijo que él sabía muy bien lo que se hacía, porque se acordó de lo que su primo les decía en la carta que les escribió, “que no más llegar a Barcelona, rápido os bajáis porque yo os estaré esperando allí”. Pero resultó que el tren siguió y ellos se quedaron allí pegados al muro del túnel como las lagartijas porque no cesaban de pasar trenes de cercanías y casi que los rozaban al pasar a la velocidad del rayo. Pegados al muro con mucha cautela y precaución, echaron a andar porque al mínimo tropezón que dieran caerían a la vía, que la tenían a no más de diez centímetros, y uno de los trenes se los llevarían por delante sin remisión.
Cuando, pegados de cara al muro, llegaron al final del túnel y allí estaba el primo Rafael, y cuando le dijeron lo que les había pasado, al primo Rafael le faltó muy poco para mandarlos a tomar por culo. ¡Es que ya no podéis ser más tontos, ni más giles! ¡A quién se le ocurre bajarse del tren en medio de un túnel! -gritaba el primo con más razón que un santo. -Mus bajemos porque alguien, porque anguno dijo «Ya estamos en Barcelona.» Aclarado todos y ya todo calmado, el primo le puso la mano a un taxi, echaron las maletas y el taxi salió como el rayo hacia el barrio del primo donde tenía su vivienda que era en el Valle de Hebrón. Allí cenaron allí durmieron y a la mañana siguiente y muy de mañana, el primo les dijo que él tenía que irse a su trabajo y que ellos echaran el día buscando donde trabajar y también a buscar vivienda. Los tres entraron en una fábrica lechera y el jefe les preguntó: ¿que qué era lo que deseaban?, y Baldomero le dijo al jefe que ellos querían trabajar en lo que juera´. El jefe les preguntó por lo que sabían hacer y Baldomero le dijo, sin pelos en la lengua, que él y su hijo sabían guardar cabras y que él también sabía cantal´. Y el jefe les dijo que allí no había ninguna granja y que tampoco organizaban conciertos de cante y baile.
– Pues antonces´ -dijo Baldomero-, no hay más que habrar´. Queate osté con Dios y se fueron.
Después llegaron a unas obras y Baldomero preguntó a un hombre que llevaba corbata, que si allí había trabajo y el señor de la corbata le preguntó por lo que sabían hacer, por cual era su oficio y Baldomero le dijo que ellos sabían poner ladrillos unos encima de otros.
– Una pregunta: ¿para que sirve el nivel en una obra?
– El nivel, el nivel el nivel sirve pá hjacer la mescla.
– No papa el nivel sirve pá medir las alturas -dijo «Merillo»
– Tú si has dado en el clavo -dijo el encargado. -Es que él ya aestao en la mili y tó -dijo Baldomero-:
– Ahí hay herramientas y útiles de toda clase de la construcción, hágame usted una prueba de lo que sabe hacer. Baldomero cogió un ladrillo y lo puso en el suelo de plan, luego cogió otro y lo puso encima del primero y así hasta formar una torreta que se cimbró y se cayó.
– ¿Y eso es lo que sabe usted del oficio? -preguntó el encargado.
– Sí señol y también sé cantal.
– Pues si son ustedes tan amables cojan la puerta y se largan porque aquí no necesitamos más personal -le dijo el encargado con educación.
Cuando ya en la calle dijo Baldomero a su mujer y a su hijo:
– ¿Habéis visto lo tarugo y zopenco que es el tío?
– Que se joa y nosotros a lo nuestro -dijo la Juana.
– Sí que se joa él y su obra y la madre que lo parió -dijo «Merillo». Luego preguntaron a un señor que caminaba acera adelante, que ¿A onde vendían casas? Y el buen hombre les indicó que al final de aquella misma manzana había un carrer, y en ese carrer hay una inmobiliaria y que preguntasen allí.
– Yo no pregunto por un carrel´, ¿yo pá qué quiero un carrel´?, yo pregunto por una calle que vendan casas baratas.
– Sí, hombre, al final de la otra calle hay una inmobiliaria pregunten ustedes allí. Los tres entraron en una perfumería y Baldomero preguntó que si allí vendía casas baratas. Una joven dependienta, con bata blanca, les indicó que dos puertas más adelante había una inmobiliaria y que preguntasen allí. Y, en efecto, dos puertas más arriba había una inmobiliaria y allí entraron los tres.
– Dígame ¿qué desea? -preguntó un señor bien acicalado y mejor trajeado. Baldomero preguntó que si allí vendían casas.
– Sí señor aquí se venden casas. Usted ¿quiere alguna? -preguntó.
– Sí yo quiero una y ¿cuanto me costaría?
– Hombre según la vivienda y según el sitio o lugar.
– Yo la que quiero es de las que vargan poco, de las que vargan menos -dijo Baldomero.
– La más barata le puede salir por medio millón.-
– Eso ni loco –dijo Baldomero.
– Hombre, podíamos llegar a un acuerdo.
– No hay acuerdo que varga. Yo no me gasto un dineral por una casa. Queate osted con Dios.
Cuando por la noche llegó el primo Rafael les preguntó por lo que habían hecho y Baldomero le dijo que en la obra no quieren más personal, y también habemos estao en otros más y tampoco quieren pastores ni cantaores. Y las casas valen un güevo. Si tu casa juera más grande mus queabamus aquí hasta que encontráramos trabajo y ya estaba tó´ solucionao´.
– Tú ¿cuánto piensas pagar por un piso? -preguntó el primo Rafael.
– Yo por un piso ni un céntimo, ma costao muncho criar una maná de cabras, pá que estos tíos lagartos se lleven los dineros de mis cabras por un piso que no me hace farta´.
– Primo en ese plan que estás yo te voy a dar un consejo y es que cojáis el tren en el que habéis venido y os vayáis a vuestra casa del pueblo.
– Pues eso es lo que vamos a hacel´ mañana mesmo y asine estos tíos lagartos no se comerán un duro de mis cabras.
-¿Qué te paece, primo?
– Me parece excelente, me parece divino, me parece genial, primo.
Escrito por: Antonio Caballero Carmona