¿Qué tiene la vida para atarnos a ella a pesar de sus embates? No lo sé, pero ella amaba la vida. Era una manera especial y distinta de apego porque dejaba a las claras manifestar su ira y su queja contra ella. No pude saber si se enamoraron o no. Ella quería más que nada su hombro, su compañía. Corría el invierno de 1989 cuando caía una de esas tardes con el cielo raso y azul claro sólido; se abrochaba la gabardina, cruzaba las piernas y tomaba nota en un bloc negro y rojo, a partes iguales, de algún ‵sentimiento del instante′, como ella llamaba a ese ejercicio que hacía a diario, (decía que hacerlo le servía para que al pintar sus cuadros «no estuvieran embadurnados de sentimentalismo pequeñoburgués»). Mientras tanto, las ventanas de alrededor se iluminaban con una luz ambarina que atestiguaba nuestras sencillas vidas. Al entrar a la plaza, podías ver cómo, más o menos a la misma hora, se adentraba un hombre de mediana edad con su perro delgado por una calle estrecha y casi en penumbra. Uno no sabía por qué esa prisa. ¿Volvía a casa? Y en todo caso, ¿por qué siempre a la misma hora y corriendo como si huyera de alguien o de algo? Marian y él dedicaron una de aquellas tardes a proponer imaginativamente hipótesis de lo que le podía ocurrir: para él, estaba huyendo de la vida misma y buscaba refugio en casa, lo notaba en la manera dócil de mirar a un lado y a otro; para ella, el joven tenía miedo de sí mismo, y en realidad huía, sí, pero de su obsesión y necesidad tiránicas de perseguir a alguien.
Una mínima resurrección arropaba el frío fuerte de la Plaza de la Victoria y un olor a pueblo antiguo se deshacía repentinamente como un abrigo vaporoso; quizá ayudaba la leña ardiendo en las chimeneas de las cuevas del Sacromonte, que dejaba descender por la cuesta un aroma a invierno compasivo hasta el Paseo de los Tristes. Enfrente, al otro lado del río Darro, los palacios y los jardines donde vivieron el monarca y la corte del Reino nazarí de Granada, la Alhambra. Si la plaza pudiera ser un cuadrado, en uno de sus lados había una puerta grande por donde salía el rumor alegre y jovial de decenas de adolescentes a los que les esperaban tardes de estudio inagotables alumbrados por tubos fluorescentes de luz agria. Cada tarde podría luego declinar por ser un folio en blanco para pintar los sueños, que en otro tiempo mejor que este, y teniendo en cuenta que a los jóvenes les queda tiempo para empezar de nuevo, a lo mejor se cumplirían.
Marian carecía del don de la invisibilidad, su atuendo vaquero con una bufanda roja en la que había estampada una foto del Ché Guevara y su gafas viejas y redondas y su largo pelo negro, la revestían de una fuerza y una presencia casi espiritual que no la dejaban pasar inadvertida; si te acercabas a ella, y disponías una conversación, sentías que su melancolía manifiesta carecía insólitamente de narcisismo. Sus ojos negros los recuerdo porque en aquella época era raro encontrarte con alguien que al hablarte te mirara a los tuyos sostenidamente; como si un río que pasa por un bosque te limpiara por dentro.
Aprendices del invierno
Es de noche en la grieta,
en la grieta noctámbula de tu corazón.
De parte a parte de tus ojos
te has quebrado
y vas sin faro diva de las uvas
y del vacío,
por la Plaza de la Victoria.Tu pelo negro lento,
como uno de tus días, se emborracha
en medio de los dedos de tus manos
con una arenga de aguardiente
y justicia en defensa de los desamparados.
Flaca dentro de tu peto vaquero
te ha seducido
la umbría de ceniza del animal del pecho.
Es la grieta una noche a punto de zarpar
con rímel y este barrio
en el corazón del abismo
de tu maleta.Quien canta sentada en el tranco,
llegó de lejos a mi hombro
aunque es estéril mi hombro
para las uvas de su poesía.
Para ir a la revolución fue árido
mi asedio de ternura.¡Si no fuera
por el viento antiguo de algún cigarro
que ladra más abajo por el río
en el Paseo de los Tristes,
por el tren que en Berlín
te traspasó los ojos de abandono,
si no fuera, ¡ay Marian!,
por tu alma que es una ciudad que se arma
con oficio sentada encima de las piedras!Marian,
porque todo es igual y tú lo sabes,
la llovizna mil veces repetida
que dispuso distancia en nuestros ojos
al decirnos adiós, ha regresado
a la melena negra de esta plaza,
iluminada su farola, solo
a un vaso de vino de ti,
tan solo a un vaso de vino sin ti.
Lo sé, no puedes estar en la tienda
de ultramarinos, sin embargo, busco
en sus paredes
de cal desaliñada y andrajosa,
un resto de tu voz, o en un papel de estraza
para escribir los nombres de la mercadería,
tu letra, o al menos una firma tuya
que era un ventanal de niebla, te acuerdas,
como esa gente que jamás podría
firmar una sentencia
donde venciera alguna muerte.Porque tú y porque yo, los dos, estábamos
solos nunca viniste a preguntar por mí,
y al caer esta tarde de diciembre en la plaza,
diez inviernos después,
miro un charco como una mancha de soledad
y me desnuda como te desvisten
los recuerdos que ni un día consuelan.
Poema: Antonio J. Caballero
Marian
Los que la conocieron saben
de sus duros aires al hablar y de sus calles,
De sus armas de mujer, su colonia escasa,
Pero de dónde llegó, nadie lo sabe.Marian es como la llaman,
sueña con banderas de pétalos de rosas,
y la luz de la ciudad la acompaña:
borracha, nocturna, casi hermosa.Le dice a la gente
que son cosas que o se arrancan de raíz…
que cualquier día…
que así no se puede vivir,
que son cosas que o se arrancan de raíz…
que lo que escribo es al fin,
memoria del malvivir.Cuando por ella vinieron,
llevaba su bufanda del Ché en el cuello,
su cuerpo de alquiler en la mirada,
y un «¡no te olvidaré, nunca olvidaré!»
que me mataron tus besos.Le dice a la gente
que son cosas que o se arrancan de raíz…
que cualquier día…
que así no se puede vivir,
que son cosas que o se arrancan de raíz…
que lo que escribo es al fin,
memoria del malvivir.
Letra: Antonio J. Caballero
Música: Álvaro García y Carolina Carmona.