Andaba una tarde como tantas en las que me pasa que no encuentro el cajón de los calcetines. Puedo tener un calcetín puesto en un recuerdo y yo buscándolo de aquí para allá. Mi compañera, sí decidió que era bueno tener un cajón para los calcetines pero es el único sitio de la casa que nunca se donde está, y cuando lo encuentro, entonces no sé donde ponerlo, qué sitio en mi cabeza buscarle. Necesito pararme, respirar. Entonces, a través de la paz delgada y discreta que me gana el cuerpo, ordeno hacer una canción a mis sentimientos más nobles, y a esos mismos en donde duerme el afán por luchar contra el dolor. Reconozco que este cajón no tiene sitio para mí, sí para ella, y para mis hijos. ¿Por qué este cajón y no otro? No es fácil de buscar. Buscar una respuesta quiero decir.
La tarde de la que escribo en esta tarde sabía a canción y tenía un dolor como de amor para siempre. Un bolero y un puzle, y un espejo donde anidaba la última memoria: la de un ser otro que nos acuna y nos explica que no estamos solos en el universo.
Es de las canciones más viejas del disco La lluvia perdió su invierno. La empecé a escribir de camino a Conil-Cádiz. Allí le puse los primeros acordes porque la música ya la tenía dentro. A Carolina, la cantante de Alendra, (que interpreta esta canción con una técnica magnífica y que pareciera que se te agarrara al pecho como quien no quiere de ninguna manera soltarse de los botones de la camisa de la vida), le impactaba ya el mundo de la enfermedad de Alzheimer. Yo, había tenido una alumna cuyo papá era muy joven y tenía este mal. Todo aquello nos parecía suficiente como para sentir y de camino construir con amor una canción que pudiera contar una pequeña parte del sufrimiento de estas personas y de su familia. En los arreglos quisimos Álvaro García y yo, que estuviera al fondo Portugal, la melancolía de las tarde de verano que nombraba Lorca: “qué raro que me llame Federico”, y las voces de esos coros que se te clavan en el mar de fango que todos llevamos dentro. El contrabajo de Sergio Rojas añade una dimensión de amor inapelable porque me ahonda en mi dignidad, y en la tersura de una lágrima que te concilia con los días.
Encontrar esta canción en un cajón fue como olfatear e inspeccionar un límite: los momentos o los días previos a la toma de conciencia última de que son los otros los que nos constituyen y, al mirarnos nos hace, pero no solo eso, sino que es el otro el que por amor nos tenderá sus manos y con su dolor nos acogerá cuando ya no tengamos fuerzas.
El último cajón
La más triste de todas,
probablemente la más honda
de las canciones que él escribió estaba
en el último cajón de la cómoda.¿Es verdad que acabo de venir de la cocina?
Si lo miro,
soy su memoria, él la mía.
Si lo toco, ni el invierno del tiempo
podrá robarnos el cielo de tanta alegría.Las horas se adelgazan,
Contigo aprendí, sí lo calma.
Hoy vamos a hacer un puzle de estrellas,
olvidar el nombre del olvido, anda.Es tarde, vamos a espantar este invierno triste.
Si lo miro,
mi patria y mi cada día.
Si lo toco las deudas del insomnio
sabrán que tus labios son mi amnistía.Si lo miro,
soy su memoria, él la mía.
Si lo toco, ni el invierno del tiempo
podrá robarnos el cielo de tanta alegría.Cuando el espejo mudo, sin voz, ya no nos mire,
abrirá su tiempo, su cómoda, su cajón…
¡Él es mi vida, él es mi vida, y ya llega lo peor.