Hace algunos años, apenas cuando el amor asomaba las pestañas por la ladera de mi camino, me topé con un rincón en el mundo, sin lugar a dudas, singular y extraordinario.
En el primer coche, Carlos Caballero, recién aprobado el carné de conducir, con un engaño a mis espaldas, comenzamos a subir la carretera curvilínea, con tanto entusiasmo que apenas el mareo pudo con nosotros. El paisaje del camino ya era un regalo para mis sentidos, pero al llegar a la entrada del primer pueblo no pude contener la emoción en mi garganta. El aire limpio, el color transparente, las nubes perfectamente dibujadas en el cielo y el olor, ese olor a naturaleza viva, a leña ardiendo, a agua clara del manantial. Desde luego que ese sí que fue un amor a primera vista. Como los lugares auténticos, estos pueblos no solo tienen para mí muchos recuerdos, que por supuesto, sino que expresan en su sensorialidad conocida, mucho de lo que está oculto, y sin embargo es lo importante. La mirada de estos lugares me enseña a vivir con más dignidad, cerca de los míos siempre, y al lado de las canciones que más quiero.
